Protesta un lector porque el crítico musical del periódico que él lee califica de "música culta" a la que fabricó el compositor Elliott Carter, fallecido hace unos días a punto de cumplir los 104 años. Para que luego digan que los músicos (y los poetas) mueren jóvenes. Le ofende que se llame culta a cierta música (afirma de paso que toda música es ajena a la cultura) dando por inculta al resto.
Entiendo que hay músicas y músicas. Aunque para algunos todas son de la misma especie. Cierto que nadie habla de pintura o de literatura cultas. Pero no menos cierto que hay pintores de brocha gorda y escritos que no suponen a sus autores escritores. En todo, mal que pese a los amigos del río revuelto, hay diferencias.
Establecerlas, sin embargo, no es fácil. Y en el caso de la música quizá la frontera es todavía más borrosa. He dedicado buena parte de mi vida a conocer y dar a conocer cierta música, y no otras, y aún no sé como separar aquélla de la que algo entiendo e infinitamente gozo, y el resto que, con el debido respeto, ignoro. Todo el mundo entiende que hablamos de cosas distintas. Pero ¿qué es lo que las distingue?
Distinguimos denominando. Y denominamos poniendo nombres. Pero ¿cuáles son los nombres apropiados en este caso? ¿Cómo llamar a unas y otras músicas para diferenciarlas? Músicas son unas y otras, pero ¿qué es lo que las discierne y, supuesto que comparten el nombre, cómo calificarlas?
Confieso que cuantos matices se me ocurren a mí, que soy amigo de la música que el crítico llama "culta", pueden parecer y parecen peyorativos, tal vez ofensivos, para el resto de músicas a las que soy ajeno o que me son ajenas. El primero de todos ellos afecta solo a la escritura, pero no al habla. Yo escribo Música con mayúscula cuando me refiero a mi campo y músicas con minúscula a propósito de las demás.
El habla no sabe de mayúsculas o minúsculas. Lo que demuestra que el habla es democrática. En el acto de la escritura hay cierta innegable aristocracia. No todo el mundo escribe (aun hoy en el mundo), pero todo el mundo, salvo el sordo mudo, habla, mal que bien. En el habla coincidimos alfabetos y analfabetos.
El alfa no es una voz, sino un signo (aunque la voz es signo a su vez, pero signo prologal, que muestra una vez más cómo lo que entra por el oído se adelanta a lo que entra por los ojos y que el curso de la historia imita y parodia el de la biología). Oír nos une (o no nos separa). Ver nos aísla. El signo escrito es signo de contradicción: lo que vale para tí no vale para mí. Los dos no vemos lo mismo, aunque veamos lo mismo.
Las mayúsculas nos separan. Las mayúsculas sientan jerarquías. Los escribas, o escribanos, son orgullosos. Miran por encima del hombro. Nadie oye por encima del hombro. Lo oído es envolvente. En el rumor nos hallamos desnudos. Es la vista la que viste y reviste. La que pontifica y jerarquiza.
Y las mayúsculas, a su vez, autorizan lo propio y lo destacan de lo común (salvo en idiomas como el alemán, adonde proliferan y coronan el sustantivo, sea el que fuere y de lo que fuere, entendiendo que toda sustancia bien merece una mayúscula a la cabeza). Lo propio y lo impropio. Hay músicas propias e impropias, éstas comunes y aquéllas no comunes. Vulgares, pues, y no vulgares.
La mayúscula, pues, puede zaherir y acaso zahiere. Es arrogante. Se atribuye una propiedad que niega al resto. "Io la Música son" dice el personaje alegórico del "Orfeo" de Monteverdi, que ha de guiarle al Hades para rescatar a su amor de los infiernos. No se entiende la alegoría sin mayúscula. Se continuará.