Hablar es
generalizar. Pero generalizar es falsear lo que acontece. Luego la lengua es,
aun a su pesar, falaz. Lo individual, que es lo único real, escapa a sus
competencias.
Si yo digo mujer, digo de todas
las mujeres. Pero, si digo una mujer, sigo diciendo de cualquiera de las
mujeres, como si digo otra mujer. Una u otra son todas. Hablamos del género
mujer, no de la mujer. Para precisar de qué mujer hablamos, habría de decir esa
mujer. Pero ésa, salvo que la señale con el dedo, ésta o aquélla, ¿adónde
están?
Porque señalar con el dedo no es
competencia del lenguaje verbal, escapa a la palabra. Es un gesto, un mimo o
una pantomima. La palabra se da por vencida.
¿Hay algo, por ejemplo, menos
propio que los nombres propios? Yo me llamo Juan. Como si no hubiera más juanes en el mundo. ¿Y si añado al
nombre el apellido? Entro entonces en una dinastía: yo soy un vástago de mi
árbol genealógico. Puedo añadir apellidos y más apellidos, árboles y más
árboles, hasta formar un bosque.
Y en ese bosque me pierdo. Yo
solo soy el cruce de innumerables ramas y, por serlo, indefinibles e
innombrables. Mi nombre es multitud y mis apellidos constelación.
Para la lengua, no es que yo sea
yo y mis circunstancias: es que soy yo y mis tocayos y mis antepasados. Es
decir, que yo no soy apenas yo. La lengua me remite a un azar combinatorio en
el que la probabilidad de hallarme a mí mismo tiende a cero. Ni sé, ni puedo
saber quién soy. Porque mi nombre no es mío. Ni mis apellidos tampoco.
Generalidad de generalidades y
todo generalidad. ¿Qué puedo decir de mí mismo que sea propiamente mío? Decir,
lo que se dice decir, mucho, pero nada cierto. Palabras que, por decir tanto,
no dicen nada. Si por ellas fuera, yo sería un don nadie.