martes, 4 de marzo de 2014

PAUSA I



           Hablar es generalizar. Pero generalizar es falsear lo que acontece. Luego la lengua es, aun a su pesar, falaz. Lo individual, que es lo único real, escapa a sus competencias.
                Si yo digo mujer, digo de todas las mujeres. Pero, si digo una mujer, sigo diciendo de cualquiera de las mujeres, como si digo otra mujer. Una u otra son todas. Hablamos del género mujer, no de la mujer. Para precisar de qué mujer hablamos, habría de decir esa mujer. Pero ésa, salvo que la señale con el dedo, ésta o aquélla, ¿adónde están?
                Porque señalar con el dedo no es competencia del lenguaje verbal, escapa a la palabra. Es un gesto, un mimo o una pantomima. La palabra se da por vencida.
                ¿Hay algo, por ejemplo, menos propio que los nombres propios? Yo me llamo Juan. Como si no hubiera más juanes en el mundo. ¿Y si añado al nombre el apellido? Entro entonces en una dinastía: yo soy un vástago de mi árbol genealógico. Puedo añadir apellidos y más apellidos, árboles y más árboles, hasta formar un bosque.
                Y en ese bosque me pierdo. Yo solo soy el cruce de innumerables ramas y, por serlo, indefinibles e innombrables. Mi nombre es multitud y mis apellidos constelación.
                Para la lengua, no es que yo sea yo y mis circunstancias: es que soy yo y mis tocayos y mis antepasados. Es decir, que yo no soy apenas yo. La lengua me remite a un azar combinatorio en el que la probabilidad de hallarme a mí mismo tiende a cero. Ni sé, ni puedo saber quién soy. Porque mi nombre no es mío. Ni mis apellidos tampoco.
                Generalidad de generalidades y todo generalidad. ¿Qué puedo decir de mí mismo que sea propiamente mío? Decir, lo que se dice decir, mucho, pero nada cierto. Palabras que, por decir tanto, no dicen nada. Si por ellas fuera, yo sería un don nadie.