He leído un bello soneto de Jorge Luis Borges titulado "Las cosas". Y se me ocurre: ¿por qué suponemos que las cosas, aun siendo sabidas, no saben? ¿Porque no contestan? Y ¿por qué el que sabe, o lo que sabe, se supone que ha de contestar? ¿Y si saben y no contestan?
Prejuicio es del ser humano, más dotado para el prejuicio (los tenemos todos) que para el juicio (más escaso), que el que sabe contesta. Es decir, que el que sabe hace saber que sabe. Y dice lo que sabe, o más bien lo que cree que sabe. Quizá porque, en su precaria sabiduría, sabe diciendo. Y más que decir lo que sabe, cree saber lo que dice. O que diciendo acabará por saberlo.
Pero ¿quién negará que pueda haber y haya (pruebas hay de ello) un saber silencioso, saber que no dice, ni se sustenta en lo que dice, y que ése pueda ser el callado, mudo, saber de las cosas? Un silencio quizás involuntario, no heroico, sin matiz ascético, sin hábito (del que no hace al monje) visible y áspero.
Silencio sin más, natural, que ni clama ni reclama. El silencio sabio de las cosas que (dice el poeta) "nos sirven como tácitos esclavos". Tácitos. "Ciegas (él lo era) y extrañamente sigilosas". Desde luego, el sigilo es extraño (y hoy más que nunca). "No sabrán nunca que nos hemos ido" acaba diciendo el soneto. ¿Seguro? "¡Cuántas cosas...!". "El bastón, las monedas, el llavero..." empezó diciendo.
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