Nadie, que yo sepa, se comporta
de una manera natural si se ve frente a las cámaras. De donde se deduce que
todo cuanto éstas nos cuentan acerca de los seres humanos es algo amañado,
cuando no una burda mentira.
Para empezar, la persona que, en
esa situación, sale de su anonimato cotidiano, se siente personaje y saca pecho
(ellos más que ellas, entre otras cosas porque ellas no lo necesitan). Cada
cual sube a escena y representa un papel, aprendido o improvisado, con buena o
mala fe pero, en todo caso, fingido. Es pura ficción.
Y lo que preocupa es que podemos
llegar a creérnoslo. Olvidamos con demasiada facilidad que, delante de la
persona que nos cuenta esto y lo otro hay un operador cámara en ristre. Es
decir, armado de un instrumento que es la misma indiscreción.
Y nos ponemos en su lugar como
si tal cosa. Como si tú o yo abordáramos de buenas a primeras a un desconocido
para preguntarle la hora. Nada más lejos de la realidad que, con su armamento,
construye el entrevistador. Y del mensaje subliminal que conlleva. Yo puedo
hacerte, si no famoso, desde luego visible. Y hoy la visibilidad se cotiza.
CREER
O NO CREER.
El que algo dice es porque algo
cree. El habla es un acto de fe. Sin esa fe no hay habla posible. Hablamos porque
creemos. Solo el silencio es radicalmente incrédulo. Si no crees en nada,
cállate. No digas nada. Porque lo que digas se te reputará como dar fe.
Para empezar, el que habla cree
en la lengua. Cree en las palabras y en su testimonio. Se confía a ellas. Se
pone en sus manos. Se embarca en la lengua, bajel a la deriva, en un mar proceloso.
Al parlanchín le puede cierto candor. Ha descubierto el medio y se pierde en el
medio. Navega, sepa o no navegar. Se abisma, sin conocer el abismo.
El que atribuyó al alma humana,
como una de sus potencias, la del
entendimiento (no del conocimiento, adviértase) acertó. Pues el entendimiento
no es tanto la capacidad de conocer como su deseo. Es una curiosidad, una
tensión, una aventura.
Una aventura que, literalmente,
nos saca de quicio. Es decir, que nos enajena. Más allá de nuestras sensaciones
simples, animales, nos embarca en interrogantes que huyen a toda certeza y nos
instalan en la duda (hacer de ella un
método fue para Descartes el
fundamento de toda su filosofía). Creo o no creo. O mejor: creo que sí o creo
que no.
Porque creer creo. Todo el mundo
cree. Incluso el suicida, que cree que con la muerte todo se resuelve. Cree,
con razón, que ella es la solución: y
literalmente lo es. Rompe toda atadura. El suicidio es el acto de fe absoluto. De ahí que no sea aconsejable.
Una fe, menos radical que la del
suicida, pero suficiente, nos es necesaria a todos para vivir. Y, aun en el
peor de los casos, para sobrevivir. Al suicida le puede la curiosidad. Y la
curiosidad es hija del entendimiento (potencia del alma humana). Pero, como
dice el payaso de la ópera de
Leoncavallo, un tal gioco, credetemi, è
meglio non giocarlo.