domingo, 5 de octubre de 2014

PERSONAS Y PERSONAJES



Nadie, que yo sepa, se comporta de una manera natural si se ve frente a las cámaras. De donde se deduce que todo cuanto éstas nos cuentan acerca de los seres humanos es algo amañado, cuando no una burda mentira.
Para empezar, la persona que, en esa situación, sale de su anonimato cotidiano, se siente personaje y saca pecho (ellos más que ellas, entre otras cosas porque ellas no lo necesitan). Cada cual sube a escena y representa un papel, aprendido o improvisado, con buena o mala fe pero, en todo caso, fingido. Es pura ficción.
Y lo que preocupa es que podemos llegar a creérnoslo. Olvidamos con demasiada facilidad que, delante de la persona que nos cuenta esto y lo otro hay un operador cámara en ristre. Es decir, armado de un instrumento que es la misma indiscreción.
Y nos ponemos en su lugar como si tal cosa. Como si tú o yo abordáramos de buenas a primeras a un desconocido para preguntarle la hora. Nada más lejos de la realidad que, con su armamento, construye el entrevistador. Y del mensaje subliminal que conlleva. Yo puedo hacerte, si no famoso, desde luego visible. Y hoy la visibilidad se cotiza.
                               CREER O NO CREER.
                El que algo dice es porque algo cree. El habla es un acto de fe. Sin esa fe no hay habla posible. Hablamos porque creemos. Solo el silencio es radicalmente incrédulo. Si no crees en nada, cállate. No digas nada. Porque lo que digas se te reputará como dar fe.
                Para empezar, el que habla cree en la lengua. Cree en las palabras y en su testimonio. Se confía a ellas. Se pone en sus manos. Se embarca en la lengua, bajel a la deriva, en un mar proceloso. Al parlanchín le puede cierto candor. Ha descubierto el medio y se pierde en el medio. Navega, sepa o no navegar. Se abisma, sin conocer el abismo.
El que atribuyó al alma humana, como una de sus potencias, la del entendimiento (no del conocimiento, adviértase) acertó. Pues el entendimiento no es tanto la capacidad de conocer como su deseo. Es una curiosidad, una tensión, una aventura.
                Una aventura que, literalmente, nos saca de quicio. Es decir, que nos enajena. Más allá de nuestras sensaciones simples, animales, nos embarca en interrogantes que huyen a toda certeza y nos instalan en la duda (hacer de ella un método fue para Descartes el fundamento de toda su filosofía). Creo o no creo. O mejor: creo que sí o creo que no.
                Porque creer creo. Todo el mundo cree. Incluso el suicida, que cree que con la muerte todo se resuelve. Cree, con razón, que ella es la solución: y literalmente lo es. Rompe toda atadura. El suicidio es el acto de fe absoluto. De ahí que no sea aconsejable.
                Una fe, menos radical que la del suicida, pero suficiente, nos es necesaria a todos para vivir. Y, aun en el peor de los casos, para sobrevivir. Al suicida le puede la curiosidad. Y la curiosidad es hija del entendimiento (potencia del alma humana). Pero, como dice el payaso de la ópera de Leoncavallo, un tal gioco, credetemi, è meglio non giocarlo.

domingo, 21 de septiembre de 2014

EL DINERO Y LA FELICIDAD




 
El dinero no solo nos hace ciegos. Nos hace además sordos y mancos, desabridos y sin olfato. Es decir, que suprime, o inhibe al menos, las capacidades de todos nuestros sentidos. Es el sinsentido esencial.
                Prendidos a él, no hay amanecer, el sol no sale ni se pone, la basura de las estrellas se amontona en las pantallas, no hay pájaros que cantan, ni árboles en flor, de los frutos ni se sabe, el viento no sopla (como no sea para llevar y traer palabras, envenenadas o huecas), no pisamos el suelo que pisamos, la risa es mueca y el llanto mercancía.
                               No. Internet no es dios, como quiere el blasfemo M. Vicent. Dios es el dinero. Y el mercado es su ministro. Internet, como mucho, es su profeta (o su portavoz). Se dijo: hecha la ley, hecha la trampa. Y yo digo: hecho el dinero, hecha la rapiña.
                El capital es como Narciso: está enamorado de sí mismo. Y así, ofende al trabajador, menospreciando su trabajo, que lo ennoblece, y lo esclaviza. Viene a decirle: lo que te hace noble, tu trabajo, nada vale. Lo que vale es el dinero, que tú no tienes y del que tú eres y serás esclavo para siempre. ¿Qué te habías creído?
                Sobre el tópico de la felicidad que procura, o no, el dinero escribí hace un tiempo esta consideración: el dinero, si no nos hace felices, nos ayuda a serlo, porque nos atonta. Y a un tonto le es más fácil ser feliz que a otro que no lo es. Si el horizonte mental es más estrecho, habrá menos obstáculos que vencer en el logro de la felicidad.
                Sigo pensando lo mismo, o parecido. Pero, sobre los efectos del dinero previos al logro de la felicidad, pienso que no tanto menoscaban el entendimiento cuanto degradan la sensibilidad. El dinero, más que entontecer, embrutece.
                Con lo que ahorra causas de infelicidad. El insensible halla menos ocasiones de dolerse o condolerse. Se acoraza. La compasión le es ajena. Todo le resbala. Vive en estado de perpetua anestesia. Se atrinchera en su riqueza. Se parapeta detrás de sus bienes. Ni ve ni oye. Solo toca… lo que tiene: que siempre será algo, nunca alguien.
                Poseer y poder: son las prendas, o las presas, que allega el dinero. Lo primero esclaviza (sueña el rico en su riqueza / que más cuidados le ofrece). Lo segundo crea asimismo adicción, no a lo que ya se posee, aunque sea mucho, sino a lo que queda por poseer.
El mercado nos induce a creer que el dinero es el Sumo Bien. Éste sería su credo:
                Creo en el Dinero, padre todopoderoso, creador de la Felicidad y la Opulencia.
                Creo en el Mercado, su único hijo, que fue concebido por obra y gracia del Consumo y nació de la Avaricia, anduvo en la Guerra, fue crucificado, muerto y sepultado por unos pocos eremitas locos, pero resucitó al tercer día de entre los pobres y subió a la Banca. Y desde allí ha de venir a juzgar a Herederos y Heredados. Y su Reino no tendrá fin.
                Creo en el espíritu de Codicia, en la santa y católica Bolsa, en la Mafia de los ricos, en la Amnistía fiscal, en la resurrección de la Renta y en los Paraísos Fiscales. Amén.

miércoles, 10 de septiembre de 2014

DEMOCRACIA



Concedo que la democracia es, en abstracto, el menos malo de los sistemas políticos. Ahora bien, en concreto (y hablo de la nuestra), salta a la vista que es una monumental chapuza. ¿El poder del pueblo soberano? Para empezar, el pueblo es una entelequia. Lo que hay es gente. Gente que opina y vota. Y a la que se engaña. Los más, es decir la mayoría, deciden con su voto quiénes van a ser los que, por un cierto tiempo limitado (ventajas de la democracia), estafen a toda la población y vivan a cuenta de esa estafa.
Obsérvese, por otra parte, que no elegimos gobernantes. Ni menos administradores de nuestros, pequeños o grandes, recursos. A sabiendas o sin saberlo, elegimos fiscales. O dicho más llano: acusicas. Usted vota a un acusador. O a una panda de ellos. Véase que ya nadie dice soy el mejor. Ni siquiera qué bueno soy. Eso nadie se lo creería. Dicen (es más fácil de creer) qué malo es el otro. Y entre todos nos convencen de que todos son malísimos. Aireando maldades ajenas disimulan la ausencia de bondades propias.
                El convencimiento de que los más de ellos son corruptos es algo que les debemos agradecer. Ellos mismos nos lo señalan con contundencia, acusados y acusadores que, sin estar limpios de pecado, se arrojan cuantas piedras tienen a mano. Seguimos en la Edad Media. O hemos vuelto a ella. Hay dos bandos, montescos y capuletos, siempre dispuestos a enzarzarse. Como la guerra civil quedó atrás, a Dios gracias, habrá que dirimir la contienda de manera menos bárbara, si no más civilizada.
Y aquí viene al caso la solución medieval. Que cada bando elija a su combatiente y que ambos elegidos se echen los trastos a la cabeza, en nombre y para regocijo de unos y otros. Se lo llamó entonces juicio de Dios. Hoy se lo llama democracia parlamentaria. Pero viene a ser lo mismo. No elegimos gobernantes, sino gallos de pelea para que el espectáculo no decaiga. Es otra guerra. Incruenta, pero estéril. Y el Parlamento es la chusma que corea, azuzándola, la pelea de los gallos protagonistas. Dale más fuerte.
                Y yo me digo: ¿para qué votan, si saben (lo sabemos todos) lo que van a votar, lo que han de votar, si la farsa ha sido ensayada y amañada? Yo propongo un Palacio de las Cortes adonde solo haya pasillos. Son los únicos espacios adonde ocurren cosas. Es la diferencia con la corte del Rey Sol, adonde solo había alcobas, ensartadas en largas series que llamaban enfilades. Las alcobas, en nuestro caso, son para los ministerios (las llaman despachos). Al edificio del Parlamento le bastan los pasillos.
Aunque no estaría de más un laberinto para las minorías. Para que se pierdan. Y el hemiciclo está pidiendo a gritos unas vaquillas sueltas. Como un símbolo, en todo caso. A la mitad del país no le desagradaría que el hemiciclo fuera ciclo entero. Un coso. Pero todos no somos de la cuerda. Confórmense, pues, con medio coso. O, si quieren, con un poco más, como en el teatro griego. Porque, en un circo completo ¿adónde colocaríamos a las cámaras? Porque la cámara vive de las cámaras. Y viceversa.
               

domingo, 31 de agosto de 2014

CÁMARAS



Nadie, que yo sepa, se comporta de una manera natural si se ve frente a las cámaras. De donde se deduce que todo cuanto éstas nos cuentan acerca de los seres humanos es algo amañado, cuando no una burda mentira.
Para empezar, la persona que, en esa situación, sale de su anonimato cotidiano, se siente personaje y saca pecho (ellos más que ellas, entre otras cosas porque ellas no lo necesitan). Cada cual sube a escena y representa un papel, aprendido o improvisado, con buena o mala fe pero, en todo caso, fingido. Es pura ficción.
Y lo que preocupa es que podemos llegar a creérnoslo. Olvidamos con demasiada facilidad que, delante de la persona que nos cuenta esto y lo otro hay un operador cámara en ristre. Es decir, armado de un instrumento que es la misma indiscreción.
Y nos ponemos en su lugar como si tal cosa. Como si tú o yo abordáramos de buenas a primeras a un desconocido para preguntarle la hora. Nada más lejos de la realidad que, con su armamento, construye el entrevistador. Y del mensaje subliminal que conlleva. Yo puedo hacerte, si no famoso, desde luego visible. Y hoy la visibilidad se cotiza.
                                                                                              *
                El que algo dice es porque algo cree. El habla es un acto de fe. Sin esa fe no hay habla posible. Hablamos porque creemos. Solo el silencio es radicalmente incrédulo. Si no crees en nada, cállate. No digas nada. Porque lo que digas se te reputará como dar fe.
                Para empezar, el que habla cree en la lengua. Cree en las palabras y en su testimonio. Se confía a ellas. Se pone en sus manos. Se embarca en la lengua, bajel a la deriva, en un mar proceloso. Al parlanchín le puede cierto candor. Ha descubierto el medio y se pierde en el medio. Navega, sepa o no navegar. Se abisma, sin conocer el abismo.
El que atribuyó al alma humana, como una de sus potencias, la del entendimiento (no del conocimiento, adviértase) acertó. Pues el entendimiento no es tanto la capacidad de conocer como su deseo. Es una curiosidad, una tensión, una aventura.
                Una aventura que, literalmente, nos saca de quicio. Es decir, que nos enajena. Más allá de nuestras sensaciones simples, animales, nos embarca en interrogantes que huyen a toda certeza y nos instalan en la duda (hacer de ella un método fue para Descartes el fundamento de toda su filosofía). Creo o no creo. O mejor: creo que sí o creo que no.
                Porque creer creo. Todo el mundo cree. Incluso el suicida, que cree que con la muerte todo se resuelve. Cree, con razón, que ella es la solución: y literalmente lo es. Rompe toda atadura. El suicidio es el acto de fe absoluto. De ahí que no sea aconsejable.
                Una fe, menos radical que la del suicida, pero suficiente, nos es necesaria a todos para vivir. Y, aun en el peor de los casos, para sobrevivir. Al suicida le puede la curiosidad. Y la curiosidad es hija del entendimiento (potencia del alma humana). Pero, como dice el payaso de la ópera de Leoncavallo, un tal gioco, credetemi, è meglio non giocarlo.

martes, 4 de marzo de 2014

PAUSA I



           Hablar es generalizar. Pero generalizar es falsear lo que acontece. Luego la lengua es, aun a su pesar, falaz. Lo individual, que es lo único real, escapa a sus competencias.
                Si yo digo mujer, digo de todas las mujeres. Pero, si digo una mujer, sigo diciendo de cualquiera de las mujeres, como si digo otra mujer. Una u otra son todas. Hablamos del género mujer, no de la mujer. Para precisar de qué mujer hablamos, habría de decir esa mujer. Pero ésa, salvo que la señale con el dedo, ésta o aquélla, ¿adónde están?
                Porque señalar con el dedo no es competencia del lenguaje verbal, escapa a la palabra. Es un gesto, un mimo o una pantomima. La palabra se da por vencida.
                ¿Hay algo, por ejemplo, menos propio que los nombres propios? Yo me llamo Juan. Como si no hubiera más juanes en el mundo. ¿Y si añado al nombre el apellido? Entro entonces en una dinastía: yo soy un vástago de mi árbol genealógico. Puedo añadir apellidos y más apellidos, árboles y más árboles, hasta formar un bosque.
                Y en ese bosque me pierdo. Yo solo soy el cruce de innumerables ramas y, por serlo, indefinibles e innombrables. Mi nombre es multitud y mis apellidos constelación.
                Para la lengua, no es que yo sea yo y mis circunstancias: es que soy yo y mis tocayos y mis antepasados. Es decir, que yo no soy apenas yo. La lengua me remite a un azar combinatorio en el que la probabilidad de hallarme a mí mismo tiende a cero. Ni sé, ni puedo saber quién soy. Porque mi nombre no es mío. Ni mis apellidos tampoco.
                Generalidad de generalidades y todo generalidad. ¿Qué puedo decir de mí mismo que sea propiamente mío? Decir, lo que se dice decir, mucho, pero nada cierto. Palabras que, por decir tanto, no dicen nada. Si por ellas fuera, yo sería un don nadie.