La ironía (dar a entender lo contrario de lo que se dice, según el DRAE) y la mayéutica (ayudar a que el otro saque afuera lo que lleva adentro) son algo más que dos métodos socráticos para un diálogo inteligente (de no serlo, no sería diálogo). Son los fundamentos de dos estrategias radicales del lenguaje.
Creer que uno dice siempre lo que quiere decir es ingenuo. Además es imposible. Y hablar por hablar, aun siendo usual, carece de sentido. Es un puro desperdicio. Y de lo más valioso que tenemos, que es nuestro tiempo. La ironía reconoce los límites del lenguaje. La mayéutica le saca provecho. El habla irónica suele ser sabia. El habla mayéutica puede ser productiva, y tal vez creadora.
Estadísticamente puede decirse quizá que la ironía caracteriza el habla del varón avisado. El habla femenina, por el contrario, tiende al proceder mayéutico. Es inquisitiva cuanto la otra es dubitativa. No nos imaginamos el monólogo de Hamlet en boca de una princesa. Ella es realista cuanto él se recrea en la ficción.
¿Qué es el arte sino una broma seria? Y ¿qué es el diálogo sino la práctica natural y el ejercicio necesario del lenguaje? Que los fundamentos de uno estén en las estrategias del otro es de una aplastante, o mejor, sustentante lógica. Tal para cual. Las reglas son comunes. El diálogo es el manual para el usuario de la lengua. Y su puesta en escena. Entre paréntesis, no hay monólogo que no sea diálogo con uno mismo.
Tomarse en serio la lengua, por otra parte, es desconocer sus límites y desaprovechar sus ventajas. Es renunciar además al gozo que procura. Hablar en serio es ridículo (un ridículo en el que incurre a diario el animal político). Es como jugar en serio. Una pérdida de tiempo... y de todo.
De hecho, el hecho de hablar no es serio. Serio es solo el silencio. Romanza sin palabras. Schönberg creyó lo contrario. Pero se equivocaba. ¿Hay algo más ridículo, por ejemplo, que una palabra de honor? En ello estoy con el viejo gordo Sir John Falstaff.
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