sábado, 4 de agosto de 2012

LAS COSAS

He leído un bello soneto de Jorge Luis Borges titulado "Las cosas". Y se me ocurre: ¿por qué suponemos que las cosas, aun siendo sabidas, no saben? ¿Porque no contestan? Y ¿por qué el que sabe, o lo que sabe, se supone que ha de contestar? ¿Y si saben y no contestan?

Prejuicio es del ser humano, más dotado para el prejuicio (los tenemos todos) que para el juicio (más escaso), que el que sabe contesta. Es decir, que el que sabe hace saber que sabe. Y dice lo que sabe, o más bien lo que cree que sabe. Quizá porque, en su precaria sabiduría, sabe diciendo. Y más que decir lo que sabe, cree saber lo que dice. O que diciendo acabará por saberlo.

Pero ¿quién negará que pueda haber y haya (pruebas hay de ello) un saber silencioso, saber que no dice, ni se sustenta en lo que dice, y que ése pueda ser el callado, mudo, saber de las cosas? Un silencio quizás involuntario, no heroico, sin matiz ascético, sin hábito (del que no hace al monje) visible y áspero.

Silencio sin más, natural, que ni clama ni reclama. El silencio sabio de las cosas que (dice el poeta) "nos sirven como tácitos esclavos". Tácitos. "Ciegas (él lo era) y extrañamente sigilosas". Desde luego, el sigilo es extraño (y hoy más que nunca). "No sabrán nunca que nos hemos ido" acaba diciendo el soneto. ¿Seguro? "¡Cuántas cosas...!". "El bastón, las monedas, el llavero..." empezó diciendo.



IRONÍA Y MAYÉUTICA

La ironía (dar a entender lo contrario de lo que se dice, según el DRAE) y la mayéutica (ayudar a que el otro saque afuera lo que lleva adentro) son algo más que dos métodos socráticos para un diálogo inteligente (de no serlo, no sería diálogo). Son los fundamentos de dos estrategias radicales del lenguaje.

Creer que uno dice siempre lo que quiere decir es ingenuo. Además es imposible. Y hablar por hablar, aun siendo usual, carece de sentido. Es un puro desperdicio. Y de lo más valioso que tenemos, que es nuestro tiempo. La ironía reconoce los límites del lenguaje. La mayéutica le saca provecho. El habla irónica suele ser sabia. El habla mayéutica puede ser productiva, y tal vez creadora.

Estadísticamente puede decirse quizá que la ironía caracteriza el habla del varón avisado. El habla femenina, por el contrario, tiende al proceder mayéutico. Es inquisitiva cuanto la otra es dubitativa. No nos imaginamos el monólogo de Hamlet en boca de una princesa. Ella es realista cuanto él se recrea en la ficción.

¿Qué es el arte sino una broma seria? Y ¿qué es el diálogo sino la práctica natural y el ejercicio necesario del lenguaje? Que los fundamentos de uno estén en las estrategias del otro es de una aplastante, o mejor, sustentante lógica. Tal para cual. Las reglas son comunes. El diálogo es el manual para el usuario de la lengua. Y su puesta en escena. Entre paréntesis, no hay monólogo que no sea diálogo con uno mismo.

Tomarse en serio la lengua, por otra parte, es desconocer sus límites y desaprovechar sus ventajas. Es renunciar además al gozo que procura. Hablar en serio es ridículo (un ridículo en el que incurre a diario el animal político). Es como jugar en serio. Una pérdida de tiempo... y de todo.

De hecho, el hecho de hablar no es serio. Serio es solo el silencio. Romanza sin palabras. Schönberg creyó lo contrario. Pero se equivocaba. ¿Hay algo más ridículo, por ejemplo, que una palabra de honor? En ello estoy con el viejo gordo Sir John Falstaff.