Un ruedo de arena rodeado de gradas y todo envuelto en un círculo de cientos de arcos superpuestos y alrededor. El ruedo ha sido desenterrado. Las gradas erosionadas. Y de los arcos quedan en pie los suficientes para que el turista pueda hacerse una idea de lo que fue.
A través de los arcos nada del graderío, y menos de la arena, se alcanza. Tampoco en sus días de gloria. Los arcos son un reclamo. Ven y ve. Pero, si quieres ver, has de venir. Y traspasar estos arcos. Has de entrar al juego. Sentarte en las gradas y gozar del espectáculo, que será seguramente sangriento y para paladares sin escrúpulos. Pasto para el morbo y alciente para instintos sádicos.
Los arcos son simples pantallas. Lo que hoy llamamos vallas publicitarias. Están vacíos, porque ya se sabe lo que anuncian y prometen. Son simples agujeros que tientan la curiosidad. Sabemos la índole del "show". Pero se nos esconden los detalles. Para detalles y más detalles, pasa. Pasa y toma asiento.
Hoy las pantallas han sustituido con comodidad a los arcos. Y no son cientos, sino miles, millones y miles de millones. Están dispersas por el orbe. Y no forman un círculo físico, real, sino simbólico, virtual. Porque, con independencia de su ubicación y orientación, están todas alrededor y en torno de un mismo ruedo (el plató puede estar en el cielo, en la tierra y en todo lugar) adonde alguna calamidad argumenta el espectáculo.
"Pan y circo" se dijo. Ahora habría que hablar de hambre (de unos) para el morbo (de otros). O quizá de los mismos, es decir, de todos para todos. El hambriento se alimenta de la fama que le concede el saciado a cambio del morboso placer que su hambre le procura. El Coliseo esplende de nuevo. Y más que nunca.

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