miércoles, 28 de noviembre de 2012

NUEVO COLISEO


Todo el mundo conoce, al menos en imagen, el Coliseo (Anfiteatro Flavio para los eruditos). Aun en ruinas, lo que queda permite imaginar lo que fue. "Roma quanta fuit (dice un antiguo adagio) ipsa ruina docet". O sea, que la que tuvo retuvo. Si a eso añadimos la historia-ficción de alguna película reciente, "Gladiator" por ejemplo, el monumento se halla ciertamente en el imaginario de todos.

Un ruedo de arena rodeado de gradas y todo envuelto en un círculo de cientos de arcos superpuestos y alrededor. El ruedo ha sido desenterrado. Las gradas erosionadas. Y de los arcos quedan en pie los suficientes para que el turista pueda hacerse una idea de lo que fue.

A través de los arcos nada del graderío, y menos de la arena, se alcanza. Tampoco en sus días de gloria. Los arcos son un reclamo. Ven y ve. Pero, si quieres ver, has de venir. Y traspasar estos arcos. Has de entrar al juego. Sentarte en las gradas y gozar del espectáculo, que será seguramente sangriento y para paladares sin escrúpulos. Pasto para el morbo y alciente para instintos sádicos.

Los arcos son simples pantallas. Lo que hoy llamamos vallas publicitarias. Están vacíos, porque ya se sabe lo que anuncian y prometen. Son simples agujeros que tientan la curiosidad. Sabemos la índole del "show". Pero se nos esconden los detalles. Para detalles y más detalles, pasa. Pasa y toma asiento.

Hoy las pantallas han sustituido con comodidad a los arcos. Y no son cientos, sino miles, millones y miles de millones. Están dispersas por el orbe. Y no forman un círculo físico, real, sino simbólico, virtual. Porque, con independencia de su ubicación y orientación, están todas alrededor y en torno de un mismo ruedo (el plató puede estar en el cielo, en la tierra y en todo lugar) adonde alguna calamidad argumenta el espectáculo.

"Pan y circo" se dijo. Ahora habría que hablar de hambre (de unos) para el morbo (de otros). O quizá de los mismos, es decir, de todos para todos. El hambriento se alimenta de la fama que le concede el saciado a cambio del morboso placer que su hambre le procura. El Coliseo esplende de nuevo. Y más que nunca. 

miércoles, 14 de noviembre de 2012

MÚSICA


Protesta un lector porque el crítico musical del periódico que él lee califica de "música culta" a la que fabricó el compositor Elliott Carter, fallecido hace unos días a punto de cumplir los 104 años. Para que luego digan que los músicos (y los poetas) mueren jóvenes. Le ofende que se llame culta a cierta música (afirma de paso que toda música es ajena a la cultura) dando por inculta al resto.

Entiendo que hay músicas y músicas. Aunque para algunos todas son de la misma especie. Cierto que nadie habla de pintura o de literatura cultas. Pero no menos cierto que hay pintores de brocha gorda y escritos que no suponen a sus autores escritores. En todo, mal que pese a los amigos del río revuelto, hay diferencias.

Establecerlas, sin embargo, no es fácil. Y en el caso de la música quizá la frontera es todavía más borrosa. He dedicado buena parte de mi vida a conocer y dar a conocer cierta música, y no otras, y aún no sé como separar aquélla de la que algo entiendo e infinitamente gozo, y el resto que, con el debido respeto, ignoro. Todo el mundo entiende que hablamos de cosas distintas. Pero ¿qué es lo que las distingue?

Distinguimos denominando. Y denominamos poniendo nombres. Pero ¿cuáles son los nombres apropiados en este caso? ¿Cómo llamar a unas y otras músicas para diferenciarlas? Músicas son unas y otras, pero ¿qué es lo que las discierne y, supuesto que comparten el nombre, cómo calificarlas?

Confieso que cuantos matices se me ocurren a mí, que soy amigo de la música que el crítico llama "culta", pueden parecer y parecen peyorativos, tal vez ofensivos, para el resto de músicas a las que soy ajeno o que me son ajenas. El primero de todos ellos afecta solo a la escritura, pero no al habla. Yo escribo Música con mayúscula cuando me refiero a mi campo y músicas con minúscula a propósito de las demás.

El habla no sabe de mayúsculas o minúsculas. Lo que demuestra que el habla es democrática. En el acto de la escritura hay cierta innegable aristocracia. No todo el mundo escribe (aun hoy en el mundo), pero todo el mundo, salvo el sordo mudo, habla, mal que bien. En el habla coincidimos alfabetos y analfabetos.

El alfa no es una voz, sino un signo (aunque la voz es signo a su vez, pero signo prologal, que muestra una vez más cómo lo que entra por el oído se adelanta a lo que entra por los ojos y que el curso de la historia imita y parodia el de la biología). Oír nos une (o no nos separa). Ver nos aísla. El signo escrito es signo de contradicción: lo que vale para tí no vale para mí. Los dos no vemos lo mismo, aunque veamos lo mismo.

Las mayúsculas nos separan. Las mayúsculas sientan jerarquías. Los escribas, o escribanos, son orgullosos. Miran por encima del hombro. Nadie oye por encima del hombro. Lo oído es envolvente. En el rumor nos hallamos desnudos. Es la vista la que viste y reviste. La que pontifica y jerarquiza.

Y las mayúsculas, a su vez, autorizan lo propio y lo destacan de lo común (salvo en idiomas como el alemán, adonde proliferan y coronan el sustantivo, sea el que fuere y de lo que fuere, entendiendo que toda sustancia bien merece una mayúscula a la cabeza). Lo propio y lo impropio. Hay músicas propias e impropias, éstas comunes y aquéllas no comunes. Vulgares, pues, y no vulgares.

La mayúscula, pues, puede zaherir y acaso zahiere. Es arrogante. Se atribuye una propiedad que niega al resto. "Io la Música son" dice el personaje alegórico del "Orfeo" de Monteverdi, que ha de guiarle al Hades para rescatar a su amor de los infiernos. No se entiende la alegoría sin mayúscula. Se continuará.

jueves, 8 de noviembre de 2012

CRISIS

A alguien (oigo) le ha caído un millón de euros (el euromillón). Comentario: para ése se acabó la crisis. ¿Se acabó? ¿O empieza? ¿De qué crisis hablamos? ¿O es que no hay más crisis que la CRISIS? Que no es otra que la quiebra de un sistema inhumano, feroz, detestable, llamado capitalista y fundado en el dinero. El tejemaneje del dinero, fluido hasta hace unos años, de pronto se atasca, se bloquea. Y todo tiembla. Los unos porque no van a ganar tanto como pensaban. Los otros porque pierden lo que no tuvieron nunca. Y los que administran porque viven del cuento (el cuento es el sistema).

Por sistema yo no juego a ninguna especie de lotería. Por una razón: porque me espanta que pueda tocarme el gordo. Manera de evitarlo: no jugar. No quiero correr ese riesgo. No quiero verme, de la noche a la mañana, convertido en rico. Lo que desencadenaría en mi vida, y en mi mente, una catástrofe, una auténtica crisis. Una crisis de verdad: de valores, de convicciones, de principios. Esas son las auténticas crisis.

La crisis de un sistema aberrante, gobernado por el mercado y suscrito por los poderes fácticos y por los medios que los airean (si para bien o para mal, no importa, pues los airean) no es con propiedad una crisis. Es más bien un fracaso, un craso error, una bancarrota anunciada, el desenlace (liberador, como todos ellos) de una torpeza descomunal, de un juego perverso. El despertar de una pesadilla.

miércoles, 7 de noviembre de 2012

JAULA

La jaula impide a mi canario volar. Todas las jaulas. Y a la vez le protege. Todas las jaulas. No parece que él lo deplore. Por lo que canta y cómo canta parece feliz, aunque no vuela. Se siente protegido. Canta cuando oye a Haydn. Canta cuando escucha la aspiradora. Pero, sobre todo, canta cuando se aplaude. El aplauso es el motor principal ¿ama la fama? que mueve su impulso canoro.

Entre protección y vuelo, acaso incompatibles, no es fácil elegir. Todo lo que nos asegura (si de seguridad, siempre relativa, siempre amenazada, cabe hablar) nos corta las alas. Todo vuelo es inseguro. Y toda seguridad impide el vuelo (salvo al pensamiento, que vuela "su l'ali dorate".