Pedro ha muerto. 37 o 38 años. Su
madre murió al darlo a luz. Pasó con nosotros el primer año de su vida con
nosotros. Recibo la noticia. Y naturalmente me produce congoja. No hago
preguntas. Ha muerto. Ya lo sé. Pero ¿qué es lo que sé?
No pregunto porque, de
hacerlo, tendría más noticias, sí, pero seguiría sin saber. Las noticias nos
informan. Es todo. Pero no nos hacen saber. Nada de nada. Estar informados no
nos lleva saber. Todo el mundo nos informa de todo. La Red y los medios lo
airean todo. Lo remueven con sus remolinos. Lo enredan en sus marañas.
Pero no por eso sabemos
más de lo que sabíamos. Nada. Las noticias levantan la tierra y oscurecen el
aire. Como una tempestad de arena. De manera que, si antes de conocer la
noticia veíamos, o entreveíamos, algo, removida ésta ya no vemos nada.
Estar informados es eso: una
ventolera que no sabemos de dónde viene o adónde va. Ni si viene. O si va. La
noticia crea desorientación. Hubo en tiempos un periódico (me parece) que se
llamaba El Sol. Un nombre perfecto
para disimular lo que era, lo que son todos los periódicos, en papel o en
pantalla: un nublado.
Nublan el entendimiento y apagan
la razón. Nos dejan sin norte. Sin puntos cardinales. Son como una bruma. ¿La niebla de Unamuno? No sé. Solo sé que de
eso se trata. De no saber. Para eso están los titulares. La letra grande. Echo
un vistazo y paso.
Infórmame por encima para que no
sepa. Para que me quede con lo primero que me pones a la vista. Y no quiera
saber más. Para que no llegue a saber. Quítame ese necio apetito. Ponme a
régimen de estulticia. Quiero adelgazar lo poco que sé. Saber menos. No saber. Ahora
ya lo sé todo. ¿Acaso hay algo más que saber?
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