Releer la historia, o el mito
(deslindarlos es imposible: la historia, en cuanto es contada, se convierte en
mito) del Becerro de Oro es como leer la crónica de cada día. El crimen es un
mero efecto secundario de las finanzas. Algo necesario e ineluctable de lo que
a nadie puede responsabilizarse o pedir cuentas. Las cuentas no se piden,
piden.
La vida, simple y
vivida, el vivir sin más (a lo que se llama, no sé si con verdad o ironía,
sobrevivir) no está de moda. Ni la ajena, que el financiero compra y vende a su
antojo sin el menor pudor. Ni la propia, que se cifra en lo que no es, arruinándola si es preciso (y lo es) en aras
del Becerro. (El Becerro sigue reclamando vidas humanas).
Nadie entiende que el
astado todopoderoso es, más allá de sus crímenes, un irracional que arruina
vidas, la propia y las ajenas. Soy rico, luego no soy. Si alguien no es nadie
es el rico absoluto, libre de todo, incluso de la vida. Rico equivale a muerto.
Es un muerto en vida. Muerto
sin haber muerto. A veces el alma muere antes que el cuerpo. A veces el cuerpo
(es el caso) abandona al alma antes de que el alma abandone al cuerpo. El rico
absoluto es lo que los griegos llamaban una entelequia.
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