Rastreo la dinastía de la palabra "carajillo". Pero me pregunto: ¿por qué llamo dinastía a la etimología? ¿Es que la lengua, como los antiguos faraones, es dinástica? Sí: pienso que ella lo es, lo que no el habla. La lengua es aristocrática, nos guste o no. El habla, en cambio, es democrática, profundamente democrática.
La lengua tiene abolengo. El habla, por el contrario, es llana. Al habla los étimos la importan un bledo. La lengua, sin embargo, les es deudora. El habla hace de su capa (la lengua) un sayo (una jerga). El habla es práctica, pura práctica. Se usa y basta.
La dinastía es asunto de príncipes y entraña poder. La "dynasteia" griega (todo lo que empieza por "dyna" se refiere a alguna suerte de fuerza) es poder y dominio de unos pocos. Y es poder que se hereda por sucesión. Pues bien: así es la lengua. No en vano, como dice Heidegger, no la poseemos, ella nos posee. Y su poder viene de antiguo. Las palabras suceden a las palabras y las heredan. Transmiten privilegios.
Solo los poetas, los grandes poetas, son capaces de burlarlas, jugando su mismo juego, beneficiándose de su propia ambigüedad. Los poetas son hijos naturales, no legales, de la lengua. Sus aristócratas vagabundos. Reyes pastores.
El mito de Toth, supuesto inventor de la escritura en el relato de Platón, nos traslada al Egipto dinástico. Cuando la voz se hace gráfica. Cuando lo que se ha dicho se escribe. Cuando se hace visible lo que suena. Cuando lo oido induce dudas que inclinan a la supuesta certeza de lo visto. Cuando al fe en el que habla se tambalea y el sujeto oyente se atrinchera en sus propios ojos.
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