domingo, 31 de agosto de 2014

CÁMARAS



Nadie, que yo sepa, se comporta de una manera natural si se ve frente a las cámaras. De donde se deduce que todo cuanto éstas nos cuentan acerca de los seres humanos es algo amañado, cuando no una burda mentira.
Para empezar, la persona que, en esa situación, sale de su anonimato cotidiano, se siente personaje y saca pecho (ellos más que ellas, entre otras cosas porque ellas no lo necesitan). Cada cual sube a escena y representa un papel, aprendido o improvisado, con buena o mala fe pero, en todo caso, fingido. Es pura ficción.
Y lo que preocupa es que podemos llegar a creérnoslo. Olvidamos con demasiada facilidad que, delante de la persona que nos cuenta esto y lo otro hay un operador cámara en ristre. Es decir, armado de un instrumento que es la misma indiscreción.
Y nos ponemos en su lugar como si tal cosa. Como si tú o yo abordáramos de buenas a primeras a un desconocido para preguntarle la hora. Nada más lejos de la realidad que, con su armamento, construye el entrevistador. Y del mensaje subliminal que conlleva. Yo puedo hacerte, si no famoso, desde luego visible. Y hoy la visibilidad se cotiza.
                                                                                              *
                El que algo dice es porque algo cree. El habla es un acto de fe. Sin esa fe no hay habla posible. Hablamos porque creemos. Solo el silencio es radicalmente incrédulo. Si no crees en nada, cállate. No digas nada. Porque lo que digas se te reputará como dar fe.
                Para empezar, el que habla cree en la lengua. Cree en las palabras y en su testimonio. Se confía a ellas. Se pone en sus manos. Se embarca en la lengua, bajel a la deriva, en un mar proceloso. Al parlanchín le puede cierto candor. Ha descubierto el medio y se pierde en el medio. Navega, sepa o no navegar. Se abisma, sin conocer el abismo.
El que atribuyó al alma humana, como una de sus potencias, la del entendimiento (no del conocimiento, adviértase) acertó. Pues el entendimiento no es tanto la capacidad de conocer como su deseo. Es una curiosidad, una tensión, una aventura.
                Una aventura que, literalmente, nos saca de quicio. Es decir, que nos enajena. Más allá de nuestras sensaciones simples, animales, nos embarca en interrogantes que huyen a toda certeza y nos instalan en la duda (hacer de ella un método fue para Descartes el fundamento de toda su filosofía). Creo o no creo. O mejor: creo que sí o creo que no.
                Porque creer creo. Todo el mundo cree. Incluso el suicida, que cree que con la muerte todo se resuelve. Cree, con razón, que ella es la solución: y literalmente lo es. Rompe toda atadura. El suicidio es el acto de fe absoluto. De ahí que no sea aconsejable.
                Una fe, menos radical que la del suicida, pero suficiente, nos es necesaria a todos para vivir. Y, aun en el peor de los casos, para sobrevivir. Al suicida le puede la curiosidad. Y la curiosidad es hija del entendimiento (potencia del alma humana). Pero, como dice el payaso de la ópera de Leoncavallo, un tal gioco, credetemi, è meglio non giocarlo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario